A mediados de marzo, y luego de varios meses
de práctica con el uso de bloqueadores de ascenso y descensores para rapell
largo, nos enlistamos para una aventura que se antojaba imposible: bajar y
subir, por nuestro propio esfuerzo, sin malacates eléctricos o de gasolina, al Sótano
de las Golondrinas, uno de los abismos más espectaculares del mundo, localizado
a tan sólo 16 Km de Aquismón, un pequeño pueblito en la huasteca Potosina,
cercano a Ciudad Valles. Sergio Zambrano fue el guía y organizador, que, con
paciencia infinita, nos adiestró en la técnica de descenso con ‘marimba’, de
ascenso con ‘jumars’ y, lo más difícil, de cambio de dirección una vez que
estás colgando en la cuerda (“por lo que pudiera pasar”).
A pesar de todas las explicaciones geológicas
sobre esta maravilla, es casi imposible imaginar las fuerzas naturales capaces
de formar este imponente agujero, prácticamente invisible, a menos que estés
situado a unos metros de la abertura exterior, que mide aproximadamente 60
metros y en el fondo, alrededor de 300; de tal forma que el sótano tiene forma
de cono o embudo invertido. La caída
libre es casi de 400 metros (376 m) y produce vértigo tan sólo asomarse por la
boca del sótano, del que puede verse el fondo sólo minutos después, cuando los
ojos se acostumbran un poco a la oscuridad. La belleza del sitio aumenta por la
enorme cantidad de aves (vencejos –no golondrinas- y cotorras ‘de cueva’ de
color verde intenso), que salen y entran al sótano al amanecer y anochecer
respectivamente con una gritería impresionante.
Debido a que el descenso y ascenso llevan
varias horas, no fue posible hacerlo todos en un mismo día; así que nos
dividimos. La experiencia de bajar y
subir de ese abismo, sólo con el esfuerzo de tus músculos es indescriptible, sobre
todo cuando te encuentras en el fondo y miras la pared de casi 400 metros
frente a ti, vertical, amenazante, imposible de escalar, y entonces piensas:
¿cómo demonios voy a salir de aquí?
El espectáculo es asombroso, apabullante, y ahí, uno no puede dejar de
reconocer que los seres humanos somos criaturas insignificantes, comparados con
los prodigios naturales que nos rodean, pero que rara vez vemos, aunque los
tengamos frente a nuestra nariz. La aventura fue mayor para algunos de
nosotros, pues tuvimos que ascender de noche.
La sensación de estar flotando en el vacío, colgado de una cuerda de
poco más de un centímetro de diámetro, a cientos de metros sobre el piso, en
completa oscuridad (no podíamos prender las linternas para no alterar a las
aves que se refugian en las paredes) es fantástica, y un poco aterradora
también.
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